domingo, 20 de septiembre de 2015

¡Claro que mañana vuelves al trabajo!

¡Mañana vuelves al trabajo! Esto está clarísimo. ¿Tú que te crees? – me advirtió mi padre cuando le dije que no volvería el día siguiente a mi primera suplencia de fines de semana, entonces como auxiliar enfermero en el Instituto Guttmann de Barcelona. Y a primera hora de la mañana de aquel domingo, mi padre me acompañó hasta la puerta del trabajo para asegurarse de que cumplía con mi obligación.

El primer día en el centro, en el que tuve que hacer cambios posturales, dar de comer y ayudar a los pacientes ingresados, muchos de ellos jóvenes de mi misma edad tetrapléjicos, parapléjicos, de nacimiento o que habían sufrido accidentes de tráfico recientes, me impactó tan dolorosamente que al salir tuve claro que no volvía, que aquello no estaba hecho para mí.

Pero continué en el Instituto Guttmann, supongo que inicialmente obligado por mis padres, a quien seguramente al final les debo haber descubierto mi primera vocación como enfermero. Con los años me convertí en enfermero especialista en geriatría y acabé por ver que lo que más me gustaba era el contacto con personas mayores, en ocasiones dependientes, y acompañar, de esta manera, a uno de los colectivos más frágiles y vulnerables. 

Durante aquellos meses hice de todo: cambiar la postura de los ingresados, ayudarles a comer, a hacer sus necesidades, limpiarlos, acompañarlos, escucharles. También aprendí mucho de ellos, de sus experiencias y de sus historias, algunas de ellas muy duras. Y al final, con el tiempo, aquella experiencia se fue desdibujando en mi mente. Guttmann se quedó en mi memoria como mi primera experiencia profesional, pero poco más. Hasta hace una semana.

El pasado martes, con motivo de mi trabajo, me reuní con Jordi, un periodista de una televisión de Terrassa, que me entrevistó hace unos meses para su programa dedicado a las personas mayores. Él es el responsable y también presentador del espacio semanal y utiliza una silla de ruedas eléctrica, que le ayuda a desenvolverse con una sorprendente autonomía.

Al finalizar nuestra reunión, ya no recuerdo en qué momento, me comentó que él había estado ingresado en Guttmann a finales de la década de los años 80. Sorprendentemente su estancia coincidía con mi etapa profesional y, entonces, recordamos juntos nombres de médicos, enfermeras, auxiliares y pacientes con quienes habíamos convivido en aquellos días.  Y aunque inicialmente no recordaba su caso, en el camino de vuelta a casa se me fue proyectando en mi mente la imagen de un joven delgado, postrado en la cama.

Nunca llegaré a saber si era exactamente él y si coincidía con aquel recuerdo, pero me impactó encontrarme al cabo de casi 30 años con un paciente que con toda seguridad yo había cuidado como principiante. Pensaba en ello estos días, a raíz también de la participación de una enfermera de Estados Unidos, que aprovechó su candidatura en un concurso de belleza para explicar una experiencia parecida y dar a conocer, de paso, el valor de nuestra profesión.

Porque el primer paciente, la primera persona a quien cuidas y muere, aquellos que al final te hacen descubrir tu vocación y a quienes redescubres un día que han ganado, en parte, su batalla particular, te acaban marcando para siempre.