viernes, 27 de enero de 2017

Cuidar a quien cuida

Carlos es escritor, periodista y divulgador y cuenta con más de 60 años. Muy probablemente si alguien le preguntara cuál ha sido la experiencia más dura de su vida respondería sin pensarlo: “La muerte de mi hija Alba”. Falleció años atrás a causa de un tumor cerebral con poco más de veinte años. Los médicos le dieron seis meses de vida, pero siguió aguantando algún tiempo más y siempre al lado de su padre, que le ayudó en el largo viaje para acabar muriendo en paz.

Hace algunas semanas escuché en una jornada celebrada en Barcelona su relato, contado en primera persona, y especialmente me impactó el momento en que hizo referencia al trato que recibió de algunos profesionales de la salud. “Cuando los médicos me comunicaron la situación de mi hija pude percibir en sus ojos, en su mirada y en su comunicación no verbal lo que les estaba pasando por su cabeza. Lo que me decían y lo que pensaban, no iba acorde”, señaló.

En aquel momento sólo recibió el trato cercano y natural de un celador, con quien coincidió en el ascensor del centro sanitario. Con el resto de profesionales, Carlos siempre tuvo la misma sensación. Con sus miradas y gestos, seguramente sin quererlo ni buscarlo, todos le decían lo mismo: este es el padre de Alba, la joven con tumor cerebral que está sentenciada de muerte.

La experiencia de Carlos, por desgracia, no es única. Hace poco una enfermera, que años atrás tuvo que enfrentarse con la muerte de su marido, fallecido por un cáncer fulminante, me contaba algo parecido. La médico que le atendió, verbalmente y de manera bastante extrema, le dijo directamente y sin tapujos que no había nada que pudieran hacer y que la solución era volver a casa, a morir.

Esta mujer sólo encontró consuelo en la mano de una futura enfermera, que simplemente hizo un gesto tan humano y, a veces, tan necesario, como poner su mano encima de la suya. Han pasado ya años y ella todavía lo recuerda como un instante único en el que aquella estudiante le supo transmitir paz y serenidad.

¿Qué estamos haciendo los profesionales para que sigan ocurriendo estas historias dentro de los centros sanitarios? ¿Sabemos cómo actuar? ¿Estamos preparados para enfrentarnos al dolor de los pacientes, que al fin y al cabo es también enfrentarnos a nuestro propio dolor? ¿Nos han formado para hacerlo?

La clave está en aprender a conocernos a nosotros mismos, como personas que somos, reconocer también nuestras propias pérdidas y confirmar de forma fehaciente que nuestra propias heridas –un divorcio, la muerte de un amigo, de un familiar o el proceso de enfermedad de un ser querido- estén realmente bien zanjadas.

Ante todo debemos trabajar nuestros propios duelos, nuestras propias pérdidas, a veces con grupos de apoyo entre profesionales, otras con herramientas que cada vez tienden a proliferar, como las técnicas de mindfulness. De no ser así, poco podremos aportar para ayudar, acompañar y dar un auténtico soporte a aquellas personas que se enfrentan también a una pérdida, como la muerte de una hija o de la pareja.

Trabajar nuestra vertiente personal es esencial, ya que ello impregna nuestro saber hacer, saber ser y saber estar. Y si al final, no sabemos qué decir a aquel que sufre, lo mejor es no hacer nada. Siempre nos quedará el silencio, y lo más importante, nuestra presencia.