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Este año he vuelto a veranear como antaño, como cuando
era pequeño y pasaba las semanas en Altea, el viejo pueblo alicantino de casas
blancas de donde es originario mi padre. Pero he cambiado la angostas subidas y
bajadas de aquel rincón, los campos de naranjos sus piedras de playa por la
primera línea de la costa del Maresme, en un paseo singular, de ambiente
familiar y lejos de aglomeraciones.
Han pasado los años pero algunas imágenes quedan allí,
para siempre. Como la del portal de esta casa de amplios ventanales, situada en
la riera de Caldes d’Estrac, Caldetes para todos, que reserva para el cartero
un espacio central para meter allí las cartas. Pensaba yo en ello cuando esta
mañana, vestido en pantalones cortos y camiseta y cuando el pueblo todavía no
se había levantado de todo, venía de comprar el pan.
Seguramente ahora, esta ranura central del portal, donde
todavía se pueden leer grabadas en plata la palabra Cartas, sólo engulle
recibos de la luz, del agua, del gas y propaganda de pizzas, de ofertas de
supermercado y de algún que otro boletín en papel de ámbito local, que todavía
se reparte gratuitamente.
Lejos queda la época de las cartas y de las postales de
verano. Cuando era niño recibir una postal, de algún familiar o amigo de
colegio, era todo un premio, pero hacerse con una carta era un regalazo.
Recuerdo que esperaba con ansia la llegada de la cartera, que en ocasiones, al
llegar a nuestro portal, como no teníamos ranura ni buzón, nos dejaba los
mensajes en el suelo.
Entonces ni siquiera en sueños concebíamos que, algún día,
tendríamos una red llamada Internet que nos conectaría entre todos en menos de
un segundo.
No había posibilidades de participación, ni rankings de ‘me
gustas’ ni de índices de interacciones ni niveles de influencia, pero quien
recibía una postal sabía que aquel que lo había enviado había tomado su tiempo
para pensar en ello, escoger la imagen más adecuada, comprarla, pensar un
texto, adaptarlo en el peor de los casos, adquirir un sello, buscar la
dirección de destino, pegar el sello de sabor amargo y finalmente introducirla
en el buzón.
Eran tiempos de comunicación 1.0, funesta en estos
tiempos, pero seguramente también eran épocas puede que de comunicación más
sincera, reservada sólo para aquellos que dábamos valor al tiempo y a la
espera, que, entonces, éramos prácticamente todos.