Me he levantado este
domingo con la noticia de la muerte de uno de los peatones que el día antes, coincidiendo con la celebración de
la Feria de Ramos que tradicionalmente se celebra en la Rambla de Catalunya de
Barcelona, se encontraba en el cruce de la calle Aragón y que fue embestido por un taxi. A raíz del accidente resultó herido
crítico, junto con otros seis transeúntes, que también resultaron heridos,
alguno en estado muy crítico.
El hombre muerto tenía 88
años y, por lo tanto, era mucho mayor que el resto de ciudadanos
afectados, de entre 30 y 60 años. “Al fin y al cabo, aunque se trata de una
desgracia, ha fallecido el más anciano, que, con la edad que tenía, hubiera
podido morir de una enfermedad, porque superaba la esperanza de vida de muchos
de sus coetáneos”, me he dicho, inicialmente.
A estas alturas, cuando
fallece alguien de edad avanzada, aunque no sea por causas naturales,
acostumbramos a pensar, pese a todo, morir a los 88 años de edad, es algo
normal.
Pero ¿nos paramos a
pensar en los sentimientos de tristeza y en el duelo de los familiares y
amigos? Seguro que en muchos casos relativizamos el dolor de los hijos, de los
nietos y del resto de parientes, puesto que vivir la muerte de un padre, de una
madre o de un abuelo es algo que nos depara la vida.
El
proceso de duelo, aquella etapa en la que nos toca superar la
pérdida de un ser querido, es algo personal y muy íntimo. No hay un duelo
exactamente igual que otro y el nivel de dolor de los más allegados no va
acorde con el hecho de que el fallecido tenga más o menos edad.
Está claro que perder a
un hijo o a los padres durante la infancia o la juventud es algo
irreparable, que a muchos les marca para siempre, pero perder a los padres o a
los abuelos es, al fin y al cabo, una pérdida que también puede causar heridas
a superar. Aunque sea ley de vida.
Así es una ley de la vida dolorosa y que muchas veces nos resulta difícil comprender por el mismo sistema cultural en el cual estamos inmerso.
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