¡Mañana vuelves al
trabajo! Esto está clarísimo. ¿Tú que te crees? – me advirtió mi padre cuando
le dije que no volvería el día siguiente a mi primera suplencia de fines de
semana, entonces como auxiliar enfermero en el Instituto Guttmann de Barcelona.
Y a primera hora de la mañana de aquel domingo, mi padre me acompañó hasta la
puerta del trabajo para asegurarse de que cumplía con mi obligación.
El primer día en el centro, en el que tuve que hacer cambios posturales, dar de comer y ayudar
a los pacientes ingresados, muchos de ellos jóvenes de mi misma edad
tetrapléjicos, parapléjicos, de nacimiento o que habían sufrido accidentes de
tráfico recientes, me impactó tan dolorosamente que al salir tuve claro que no
volvía, que aquello no estaba hecho para mí.
Pero continué en el
Instituto Guttmann, supongo que inicialmente obligado por mis padres, a quien
seguramente al final les debo haber descubierto mi primera vocación como
enfermero. Con los años me convertí en enfermero especialista en geriatría y
acabé por ver que lo que más me gustaba era el contacto con personas mayores,
en ocasiones dependientes, y acompañar, de esta manera, a uno de los colectivos
más frágiles y vulnerables.
Durante aquellos meses
hice de todo: cambiar la postura de los ingresados, ayudarles a comer, a hacer
sus necesidades, limpiarlos, acompañarlos, escucharles. También aprendí mucho
de ellos, de sus experiencias y de sus historias, algunas de ellas muy duras. Y
al final, con el tiempo, aquella experiencia se fue desdibujando en mi mente.
Guttmann se quedó en mi memoria como mi primera experiencia profesional, pero
poco más. Hasta hace una semana.
El pasado martes, con
motivo de mi trabajo, me reuní con Jordi, un periodista de una televisión de
Terrassa, que me entrevistó hace unos meses para su programa dedicado a las
personas mayores. Él es el responsable y también presentador del espacio
semanal y utiliza una silla de ruedas eléctrica, que le ayuda a desenvolverse
con una sorprendente autonomía.
Al finalizar nuestra
reunión, ya no recuerdo en qué momento, me comentó que él había estado
ingresado en Guttmann a finales de la década de los años 80. Sorprendentemente
su estancia coincidía con mi etapa profesional y, entonces, recordamos juntos
nombres de médicos, enfermeras, auxiliares y pacientes con quienes habíamos
convivido en aquellos días. Y aunque
inicialmente no recordaba su caso, en el camino de vuelta a casa se me fue proyectando
en mi mente la imagen de un joven delgado, postrado en la cama.
Nunca llegaré a saber si
era exactamente él y si coincidía con aquel recuerdo, pero me impactó encontrarme
al cabo de casi 30 años con un paciente que con toda seguridad yo había cuidado
como principiante. Pensaba en ello estos días, a raíz también de la
participación de una enfermera de Estados Unidos, que aprovechó su candidatura
en un concurso de belleza para explicar una experiencia parecida y dar a
conocer, de paso, el valor de nuestra profesión.
Porque el primer paciente,
la primera persona a quien cuidas y muere, aquellos que al final te hacen
descubrir tu vocación y a quienes redescubres un día que han ganado, en parte,
su batalla particular, te acaban marcando para siempre.
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