Primero fueron los comentarios reiterados, luego
algunas pequeñas pérdidas de memoria, después las dificultades para poder
mantener su ritmo habitual al andar. Hasta que le diagnosticaron lo que algunos
ya nos temíamos. Hoy todavía participa en algunas conversaciones, aunque en
ocasiones, se queda callada, con la mirada un poco perdida, como ausente.
Pese a su enfermedad, que anuncia que vendrán
tiempos más duros, intenta, a pesar de todos los obstáculos, mantener su rutina
de hacer ejercicio con sus piernas y de levantarse del sofá sin ayuda de nadie
y mantenerse en pie. Es, ahora lo sé, su manera de reivindicar su autonomía, su
personalidad, parafraseando sus palabras.
Cuando el cerebro hace de las suyas, a veces no
sabes dónde está la frontera entre la enfermedad y su auténtico carácter, que
siempre se ha distinguido por esta mezcla de tozudez, cariño y toques de humor.
Nadie es capaz de asegurar, en ciertos momentos, qué lado habla. Nadie, ni los
mejores expertos.
Con ella nunca pudimos pronunciar esta maldita
palabra, pero ahora ¿qué más da? Sabemos que pronunciarla no ayuda, pues en
momentos de lucidez aportaría ansiedad y al fin y al cabo minutos después ya no
sería capaz de acordarse.
A veces no encuentra el vocablo concreto, otras se embarulla
con sus propias palabras y no conseguimos entenderla, y en ocasiones olvida lo
que le hemos contestado. Pero en otros momentos, es capaz de expresar lo que
hace, lo que piensa y lo que siente. Ella dice que se siente rara.
Hubo un día que nos quedamos ella y yo solos y
entonces le hice la gran pregunta. Le cogí de la mano y simplemente le dije:
¿Mamá, cómo te sientes? Y ella, muy a pesar mío, me contestó: “Siento que ya no
soy yo”. Así es convivir con el maldito Alzheimer.