Hace
pocos días salí de los cines Maldà de Barcelona con una pregunta que me
martilleaba el pensamiento. Fui a ver el estreno de Piso compartido, un
magnífico documental que, en primera persona, retrata el mundo de las personas
sin hogar y su lucha diaria por dejar atrás la calle.
Este
documental, producido por De tot arreu gracias a un proyecto de micromecenaje, retrata a un grupo de sin techo que después de su esfuerzo por dejar la calle
acceden a un piso donde viven con otras personas en la misma situación. Este
piso existe, se llama Llar Ronda y es de la Fundación Mambré, que, desde hace
años, trabaja incansablemente a favor de la inclusión social.
“Tener
un piso es media vida. Ahora sólo me falta encontrar trabajo”, asegura a los
pocos minutos uno de los protagonistas del documental, que junto con el resto
de compañeros intenta recuperar la dignidad perdida. “Aquí se respira paz,
tranquilidad, algo indispensable para ser feliz”, explica otro.
La
realidad es que en este piso compartido,
que no se ofrece a los sin techo como una solución perpetua, sinó como una vía
puente para ayudar a encaminar sus vidas, conviven realidades distintas.
Quienes
viven en el inmueble, el típico piso de pasillos largos, techos altos y puertas
dobles del Ensanche barcelonés, no responden a un mismo perfil: algunos
llegaron a la calle por culpa de su adicción a las drogas, otros por la muerte
de un familiar que ya no les pudo apoyar en su enfermedad mental, otros por
abandonar el hogar de los padres y uno de ellos porque simplemente perdió el
trabajo y de allí fue resbalando escalón tras escalón.
En
fin, que con éste último retrato empezó mi pregunta incansable. La verdad es
que llegar hasta allí –vivir en la calle- no es algo escrito y, a veces, uno
llega a esta situación, simplemente por, ante un golpe de desgracia o de mala
suerte, no contar con una red de amigos y familiares. A veces, los giros de la
vida provocan que uno quede solo, que pierda el trabajo y hasta su red de
apoyo.
Algunos
‘sin techo’ son muy visibles –duermen en cartones dentro de los cajeros
automáticos de las grandes ciudades, encima de los bancos, en los jardines y
las plazas públicas y, a veces, nos apartamos de ellos-, pero otros, y me juego
lo que queráis, pasan desapercibidos, se sientan a nuestro lado en el metro o
en el autobús, y puede que tomen un café en la misma barra del bar, sin que ni
tan siquiera sospechemos de su condición.
Con
casi toda seguridad visten con corrección y pulcritud, tienen un pasado laboral
en su currículum vitae, como el tuyo
o como el mío, tuvieron pareja e hijos y en algún caso, hasta piso propio. Y un
día, se quedaron sin nada. Y llegados a este punto, allí sigue mi pregunta sin
respuesta: ¿Tú y yo, por un traspié que te puede dar la vida, podríamos
resbalar de la escalera social y llegar a ser un sin techo?
Muy buena tu reflexión Josep.
ResponderEliminarYo, particularmente, tengo una respuesta a tu pregunta: "Si". Sí podríamos resbalar por la escalera social y llegar a lo más hondo, a no tener un techo".
A veces, la seguridad que nos construimos se nos antoja irreal y frágil. La manera de alejarse de esa posibilidad, es paradójicamente, acercarse en el presente a la realidad de esas personas que ya no pueden evitarlo.
Gracias por tu comentario Maria José.
ResponderEliminarEs cierto, aproximarse a estas realidades nos hace conocerlas realmente de cerca y tomar contacto de inmediato.