Carlos
es escritor, periodista y divulgador y cuenta con más de 60 años. Muy
probablemente si alguien le preguntara cuál ha sido la experiencia más dura de
su vida respondería sin pensarlo: “La muerte de mi hija Alba”. Falleció años atrás
a causa de un tumor cerebral con poco más de veinte años. Los médicos le dieron
seis meses de vida, pero siguió aguantando algún tiempo más y siempre al lado
de su padre, que le ayudó en el largo viaje para acabar muriendo en paz.
Hace
algunas semanas escuché en una jornada celebrada en Barcelona su relato,
contado en primera persona, y especialmente me impactó el momento en que hizo
referencia al trato que recibió de algunos profesionales de la salud. “Cuando
los médicos me comunicaron la situación de mi hija pude percibir en sus ojos,
en su mirada y en su comunicación no verbal lo que les estaba pasando por su
cabeza. Lo que me decían y lo que pensaban, no iba acorde”, señaló.
En
aquel momento sólo recibió el trato cercano y natural de un celador, con quien
coincidió en el ascensor del centro sanitario. Con el resto de profesionales, Carlos
siempre tuvo la misma sensación. Con sus miradas y gestos, seguramente sin
quererlo ni buscarlo, todos le decían lo mismo: este es el padre de Alba, la
joven con tumor cerebral que está sentenciada de muerte.
La
experiencia de Carlos, por desgracia, no es única. Hace poco una enfermera, que años atrás tuvo que enfrentarse con la muerte de su marido, fallecido por un
cáncer fulminante, me contaba algo parecido. La médico que le atendió,
verbalmente y de manera bastante extrema, le dijo directamente y sin tapujos
que no había nada que pudieran hacer y que la solución era volver a casa, a
morir.
Esta
mujer sólo encontró consuelo en la mano de una futura enfermera, que
simplemente hizo un gesto tan humano y, a veces, tan necesario, como poner su
mano encima de la suya. Han pasado ya años y ella todavía lo recuerda como un
instante único en el que aquella estudiante le supo transmitir paz y serenidad.
¿Qué
estamos haciendo los profesionales para que sigan ocurriendo estas historias
dentro de los centros sanitarios? ¿Sabemos cómo actuar? ¿Estamos preparados
para enfrentarnos al dolor de los pacientes, que al fin y al cabo es también
enfrentarnos a nuestro propio dolor? ¿Nos han formado para hacerlo?
La
clave está en aprender a conocernos a nosotros mismos, como personas que somos,
reconocer también nuestras propias pérdidas y confirmar de forma fehaciente que
nuestra propias heridas –un divorcio, la muerte de un amigo, de un familiar o
el proceso de enfermedad de un ser querido- estén realmente bien zanjadas.
Ante
todo debemos trabajar nuestros propios duelos, nuestras propias pérdidas, a
veces con grupos de apoyo entre profesionales, otras con herramientas que cada
vez tienden a proliferar, como las técnicas de mindfulness. De no ser así, poco
podremos aportar para ayudar, acompañar y dar un auténtico soporte a aquellas
personas que se enfrentan también a una pérdida, como la muerte de una hija o
de la pareja.
Trabajar
nuestra vertiente personal es esencial, ya que ello impregna nuestro saber
hacer, saber ser y saber estar. Y si al final, no sabemos qué decir a aquel que
sufre, lo mejor es no hacer nada. Siempre nos quedará el silencio, y lo más
importante, nuestra presencia.
Para acompañar y humanizar la sanidad, creo que se requiere un trabajo personal previo de nuestras propias pérdidas, saber qué nos pasa y como se aborda, tener tiempo para ello y espacios idóneos que lo acojan. Se hace difícil hablar de emociones en pasillos ruidosos, habitaciones llenas de gente...profesionales con cargas de trabajo que no son buenas para la salud de nadie. Pero no por eso hemos de renunciar a cuidar y acompañar en momentos difíciles. Las instituciones también deben asumir su parte de responsabilidad proporcionando la ocasión y potenciando el "cuidarse para cuidar"
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